2 de noviembre
En esta fecha recordamos que la vida tiene un comienzo y un final. La muerte no admite excepciones; lo mismo muere el justo y el infiel, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que cree y el que no. “A cada Santo le llega su fiestecita”.
Esto nos hace reaccionar ante la tibieza, ante la apatía en el cumplimiento de los mandatos del Creador, ante el apego a una vida cómoda y materialista.
Pero también nos ayudará a cumplir con la familia, con el trabajo, a comprender que esta vida es un tiempo corto. Cualquier día puede ser el último de nuestra vida y quizá ese momento puede no estar muy lejos.
Se dice que la muerte es como un arpón clavado en el corazón y la mente del hombre: nos desagrada la idea de que las personas dejen de existir, pero comprobamos a diario que esto ocurre.
No debemos tener miedo a la muerte. Nuestro Salvador nos da ejemplo con su muerte y resurrección.
Aceptó la muerte para vencer el mal. Para liberar al hombre de sus malas acciones, a menos que voluntariamente desprecie su perdón.
Este rescate se aplica a cada hombre y mujer quienes libremente, seguirán su doctrina y su vida ejemplar.
Con su resurrección nos enseña el camino rumbo a la vida eterna. Nos da la certeza de nuestra propia resurrección para enfrentar nuestro juicio final que nos hará merecedores del premio o castigo eterno.
Piensa en la realidad de la muerte y la brevedad de la vida. Se nos va sin quererlo.
No pierdas el tiempo. Úsalo conscientemente para amar, para dar, para hacer el bien y para perdonar.
Imagina con frecuencia tu última hora. Te mantendrá alerta para no cometer excesos, injurias, acciones y pasiones desordenadas.
La muerte no es un punto final… es un tránsito.
¡Nos espera la eternidad!